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Aquí podrás acceder a la fundamentación teórica y al manual técnico de la prueba Autoconcepto y Autoestima.
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En el manual técnico de Autoconcepto y autoestima podrás encontrar:
Fundamentación teórica
Esquema dinámico de la relación entre autoconcepto-autoestima
Función del apego básico en el autoconcepto y autoestima
Áreas del autoconcepto y autoestima evaluadas
Ítems del test en bloques
Bibliografía recomendada
El autoconcepto y la autoestima son procesos que operan como vasos comunicantes en el desarrollo natural del niño y del adolescente. Los ingredientes esenciales se forman desde temprana edad, algunos de manera inconsciente y otros, con fuerte presencia intencional.
Desde temprana edad el niño recibe mensajes verbales y no verbales sobre su identidad y valor personal, así como sobre su actuación en las áreas importantes de la vida, sobre todo, académica e interpersonal. Este conjunto de mensajes forma un sistema de creencias sobre sí mismo y su relación con los demás y el medio ambiente.
El hipocampo es la región neurológica responsable de recoger imágenes, emociones y sensaciones en la memoria a largo plazo, las reúnen para que puedan ensamblarse como fotogramas que permitan la comprensión explícita de nuestras experiencias pasadas. De este modo nuestro cerebro integra recuerdos implícitos y explícitos para entender mejor el mundo y a nosotros mismos. Cuando esta función no se realiza adecuadamente, falta claridad en el propio discurso y afecta la forma en que percibimos e interactuamos con la realidad. (D. Siegel).
El hipocampo transforma el contenido de nuestra memoria operativa —la información nueva, retenida temporalmente en la corteza prefrontal mientras realizamos una tarea— en memoria a largo plazo. Esta estructura es esencial para retener los episodios de nuestra vida y convertirla en autobiografía. Los datos recibidos son procesados según la presencia de los neurotransmisores y/o hormonas que interpretan la información y les dan polaridad positiva o negativa para el autoconcepto.
Normalmente, a los 5 años de edad el individuo ya tiene estructurado el sistema de creencias básico que afectará conductas intrapersonales e interpersonales, estados de ánimo y aprendizajes. Purkey (1970) define el autoconcepto como “un sistema complejo y dinámico de creencias que un individuo considera verdaderas respecto a sí mismo, teniendo cada creencia un valor correspondiente”. Esta misma idea está apoyada por Shavelson, Hubner y Stanton (1976).
Autoconcepto y autoestima se relacionan necesariamente como causa-efecto: la autoimagen (percepción de mí mismo) desemboca en una postura valorativa de autoestima (valoración de mi percepción personal).
La estructura del autoconcepto se forma a partir de aportaciones básicas, estudiadas por Shavelson y su equipo (1996):
La multidimensionalidad: los sistemas de creencias varían en el tiempo y según las circunstancias.
Orden jerárquico: los diferentes factores que intervienen en la percepción de sí mismo dependen de la edad del sujeto. Hacia los 6 años la estructura es simple y hacia los 18 se ha hecho compleja. Básicamente el cambio obedece a las interpretaciones que realiza la persona sobre los eventos vividos y la combinación de elementos percibidos o procesados.
A partir de estos afluentes, el autoconcepto se forma como resultado de un proceso de análisis, valoración e integración de la información interpretada a partir de las experiencias y de las percepciones de personas relevantes –sobre todo padres y profesores. Markus, Smith y Moreland (1985) refuerzan también esta perspectiva.
Con el paso del tiempo y por las influencias de la educación, el ser humano estructura un “yo ideal” que compara las actuaciones diarias con las características deseables o esperadas. Cuando coinciden, el autoconcepto es estable y proporciona bienestar. El tamaño de la discrepancia entre lo real y lo esperado genera la necesidad de una nueva organización interna que permita integrarla a la estructura ya existente. Esta postura ha sido comprobada por Banaji y Prentice, 1994; Deppe y Harackiewicz, 1996; Markus y Wurf, 1987.
Ante la discrepancia del “yo ideal” y las actuaciones reales, el ser humano estructura algunas estrategias defensivas: mecanismos de negación, proyección, sublimación, racionalización y cualquier otro de los estudiados por S. Freud. El otro camino es la formación de la autoevaluación sin culpa ni miedo, que origina un ajuste en la conducta sin atentar contra la persona. La protección del autoconcepto es una prioridad para el equilibrio emocional y, por esa razón, cualquier amenaza se vuelca en el “punto ciego” (D. Goleman). Cuando los procesos de alivio no son suficientes, experimentaremos inestabilidad y crisis, en cuyo caso será necesario reestructurar el autoconcepto a la baja, con el consecuente dolor emocional.
En el caso de los niños, los principales referentes para la formación del autoconcepto son el ambiente familiar y la escuela, sobre todo el rendimiento académico. En la adolescencia ya intervienen factores más complejos y numerosos: medio ambiente social, imagen colectiva, impacto de los medios de comunicación.
El autoconcepto se forma de manera automática en el ser humano como una derivación del proceso de autoevaluación o consciencia personal, que es natural y omnipresente. Las conductas derivadas son el reflejo de esquemas de autopercepción específica. Ya Bandura (1989), Brown y Smart (1991) comprobaron esta mecánica interna de la percepción de sí mismo ante los estímulos ambientales.
El esquema dinámico de la relación entre autoconcepto (sistema de creencias), sentimientos (autoestima) y conductas (manifestaciones observables de los dos anteriores) se puede representar en este esquema y sustentan la aplicación del test.
El cerebro humano está conectado permanentemente con el medio ambiente a través de los sentidos. La información proveniente del exterior es continua y obliga a la mente a generar respuestas en forma de circuitos neurológicos que, con el uso, se fortalecen y operan en automático. Sin embargo, no todos los estímulos provenientes del exterior son solamente sensoriales; la mente interpreta y conforma estas señales dándoles sentido y un significado personal dependiente de la historia de cada persona. Ningún estímulo es condicionante de una determinada respuesta, sino que la mente tiene la libertad interior de reaccionar de formas diferentes ante un mismo estímulo. Muchos de los eventos que rodean y afectan la vida humana son ajenos al control de la voluntad o del deseo, por lo tanto, no entran en el ámbito de la libertad. Las respuestas a los estímulos sí se gestionan dentro del libre albedrío y, por lo tanto, dependen de factores educativos.
Una vez que el cerebro humano recibe la señal del medio ambiente, activa el procesamiento del estímulo. Si es nuevo, provoca un desequilibrio cognitivo –una pregunta, una duda, un problema, un desafío- que obliga a generar una respuesta. Si ésta es adecuada y proporcional, desaparece el desajuste y se almacena como experiencia para ser utilizada nuevamente en situaciones iguales o semejantes. Aquí se inicia el proceso de aprendizaje que se realiza ante cualquier estimulación que recibe el cerebro humano.
Siguiendo el concepto de Bandura (1977, 1986 y 1991), la persona se autoevalúa constantemente para autorregularse según la eficacia que considera tener frente a un reto del medio ambiente. El concepto de eficacia a veces es objetivo –el problema desaparece- y a veces es subjetivo: intervienen criterios diferentes que evalúan la relación entre el problema y su respuesta. Esta opción depende mucho del estado emocional del evaluador.
Este primer proceso mental se identifica con una forma de pensamiento, elemental y primitivo en el caso de los niños. Solamente en situaciones de supervivencia este paso se omite para que las zonas más primitivas del cerebro asuman el control de respuesta automática y rápida para evitar un peligro: es la reacción de ataca, huye o paralízate, que coordina la amígdala neurológica y actúa antes de cualquier evaluación racional, propia de los lóbulos frontales.
En los primeros años de la vida, el ser humano no tiene mecanismos incorporados de respuesta a los estímulos más que aquellos necesarios para adaptarse a la vida en forma orgánica. Sin embargo, desde que nace, está recibiendo mensajes sobre los acontecimientos que van formando patrones de pensamiento, a veces inconscientes. El mundo adulto que rodea a un niño transmite sus propios juicios de valor que se incorporan como sistema de creencias –ideas que somos. Estos pensamientos se retroalimentan y fortalecen con el uso. Incluso, este sistema actúa en forma anticipatoria, produciendo “profecías autocumplidas”.
Desde una perspectiva genética L’Ecuyer (1991) señala que el niño construye y afirma su yo entre los 2 y los 5 años y establece las bases del autoconcepto. La psicología evolutiva confirma que hacia los tres años el niño inicia la adquisición de la identidad por el funcionamiento de la memoria episódica que da continuidad en el tiempo a los cambios y adquisiciones unificadas bajo el concepto de “yo”.
Michael Lewis (New Jersey University, November 12, 2013) sostiene que la consciencia de sí mismo inicia hacia los 15 meses y se desarrolla sobre todo a los 2 años. El niño experimenta los primeros sentimientos ligados a la consciencia que tiene de sí mismo con la expresión de emociones básicas: pena, celos, empatía cognitiva.
En 1992 el neurólogo italiano Giacomo Rizzolatti descubrió las neuronas espejo, que están ubicadas en la corteza premotora, el lóbulo parietal inferior y el lóbulo frontal inferior. Actualmente se sabe que también están en la corteza visual, el cerebelo y una parte del sistema límbico. Este sistema neuronal hace que las emociones sean contagiosas. Estudios con IRM demuestran que la observación de fotos, películas, imágenes y rostros activa en el observador las mismas áreas neurológicas que el emisor. El niño y el adolescente tienen una enorme actividad en las neuronas espejo por la misma necesidad de aprendizaje fundamental.
Coincidiendo con la etapa escolar, el niño recibe mensajes referentes a su identidad a través de las percepciones que los demás tienen de él y que son recibidas e integradas por el niño en su memoria individual autobiográfica. Hart y Damon (1986) confirman en sus estudios esta misma idea.
Susan Harter (1988) afirma que los niños de alto rendimiento se perciben como competentes y, bajo el efecto de esta creencia, manifiestan reacciones positivas ante el aprendizaje.
R. Rosenthal y L. Jacobson (1992) comprobaron la fuerza del autoconcepto en las actuaciones y aprendizajes de la vida diaria, con el “Efecto Pigmalión” y las “profecías autocumplidas”.
Posteriormente, y siguiendo el esquema propuesto, las emociones de entusiasmo y motivación harán que el cerebro produzca las moléculas del bienestar.
Los sistemas de creencias forman la identidad personal que se convierte en un proceso selectivo de características, emociones y conductas cuya suma se sintetiza en el autoconcepto. Las reacciones ante los eventos se generalizan con el principal verbo de identidad que es el verbo ser. Una vez que se forma un sistema de creencias, las experiencias se traducen en: “yo soy…” o “no soy…” Igualmente asume adverbios absolutos: “siempre…”, “nunca”. Esta programación neurolingüística identifica la programación cognitiva que producirá una emoción consecuente y se reforzará hasta convertirse en hábito automático. El circuito neurológico que se estructura a partir de la repetición de experiencias, actuará a partir de este momento, como una programación automática.
John Bowlby (1969) consideraba que el apego básico (attachment) era un proceso de todo o nada. Uno de los paradigmas primarios en la teoría del apego básico es el de la seguridad de dicho apego (Ainsworth & Bell, 1970).
Mary Ainsworth (1970), colaboradora de Bowlby identificó tres estilos de apego básico:
Apego básico inseguro y evasivo: a este grupo correspondió al 22% de las muestras. Las demandas del niño son recibidas por el adulto (normalmente la madre o el padre) con agresividad, rechazo o indiferencia. Tales niños tenderán al aislamiento, la somatización, o a los comportamientos de oposición y agresión.
Apego básico seguro: los estudios de Ainsworth en 1971 y 1978 presentaron que el 55% de los niños tenían este patrón, que desarrolla un modelo operativo positivo de sí mismos. Los niños sienten confianza en la disponibilidad de la figura que satisface sus necesidades. Las reacciones serán de seguridad, valor, resiliencia, respeto a sí mismos y a los demás.
Apego básico inseguro ambivalente/resistente: 8% de los niños de las muestras. En este caso, las reacciones paternas son imprevisibles para los niños por la desorganización emocional de los padres. Las reacciones derivadas son: auto-imagen negativa, desorientación, confusión y exageración de sus respuestas emocionales como una forma de lograr atención (Kobak et al., 1993)
Este concepto de apego básico (attachment) es fundamental en la la formación del autoconcepto y en detección del nivel de autoestima, así como en la metodología para desarrollarla.
La falta de lazos básicos estables y seguros en los primeros años produce gran cantidad de estrés, que se convierte en el origen de muchas patologías: agresividad, delincuencia, adicciones a químicos, problemas de personalidad, narcisismo, compulsión, paranoia, ansiedad patológica, depresión grave, suicidio y enormes problemas de aprendizaje.
En cada esquema de apego el niño forma una creencia sobre sí mismo, su propio valor personal y su lugar en el mundo. Dependiendo de esta concepción básica, la autoestima es una consecuencia natural.
Todos los seres humanos establecen paradigmas sobre su eficacia (Bandura, 1991) que se convierten en parámetros de actuación. Si una persona, por una exigencia perfeccionista establece criterios de evaluación exagerada, estará siempre en juicios de ineficiencia y, por lo mismo, su autoconcepto creará amenazas ante cualquier reto. Si, por el contrario, el paradigma es autocomplaciente, el parámetro será sobreprotector y permisivo. Igualmente, el autoconcepto y la consecuente autoestima está en riesgo por la discrepancia entre el juicio de valor y el embate de la realidad. En ambos polos, el ser humano ha formado estos patrones a partir de la educación recibida de los adultos relevantes, en especial, los padres, que transmiten sus paradigmas personales y enseñan a sus hijos los filtros de evaluación. Por lo anterior, podemos inferir que el autoconcepto es una construcción cognitiva y social.
La corteza cingulada anterior es esencial en la relación con nosotros mismos y con los demás. Interviene en la transformación de nuestros pensamientos y emociones en intenciones y actos; influye en la facultad de concentración para resolver un problema, reconocer los errores propios y encontrar respuestas adaptadas a las condiciones cambiantes del medio.
Conforme el ser humano crece y adquiere autonomía cognitiva y social, podrá modificar el constructo realizado sobre su propia percepción y estructurar juicios de valor más flexibles y realistas. Generalmente, estos cambios se realizan con un gran esfuerzo personal y, a veces, con necesidad de terapia.
Una vez que la mente ha elaborado un pensamiento sobre el estímulo ambiental, inmediatamente se deriva una emoción equivalente. Con frecuencia el paso del pensamiento a la emoción es imperceptible, pero la dinámica interna sigue estas etapas de manera constante. Incluso, ante situaciones nuevas o personas desconocidas, el circuito pensamiento-emoción-conducta se activa mediante relaciones inconscientes que utilizan datos nuevos mezclados con experiencias anteriores para dar respuestas rápidas y consistentes.
Al activarse el mundo emocional, el cerebro reacciona con la secreción de hormonas y neurotransmisores que forman una estructura química potente y continua.
Analicemos los dos polos emocionales que se relacionan directamente con el autoconcepto y la autoestima:
El temor en todas sus formas y manifestaciones de estrés, inseguridad, timidez, angustia, desconfianza, es captado por la amígdala neurológica y de inmediato produce cortisol para activar todas las defensas a través de la adrenalina: la respiración es intensa, el corazón bombea más sangre oxigenada hacia las extremidades para huir o atacar, las paredes del estómago se contraen para prestar sangre oxigenada a los músculos. Estas reacciones que están diseñadas para la supervivencia, el ser humano las puede provocar en forma artificial en la imaginación y con las interpretaciones pesimistas o negativas de los estímulos ambientales. Estos factores son elaborados por el sistema de creencias inconsciente, automático que se refuerza a sí mismo en cada nueva actuación.
En el otro polo se encuentra el bienestar (wellbeing) como resumen de las emociones de gozo, satisfacción, sensación de éxito y logro, así como la resiliencia. Ante estas emociones el cerebro reacciona con la producción de oxitocina, dopamina, serotonina y endorfinas que son las moléculas del bienestar. El circuito emocional-neurológico está fuertemente ligado con un autoconcepto positivo y una autoestima alta. En tales condiciones, la motivación intrínseca, ligada fuertemente a la producción de dopamina, alcanza niveles de gran impulso y capacidad de recarga o recuperación emocional.
La auto-empatía (C. Guguen, 2014) consiste en acoger serenamente todo lo que sucede en la propia vida interior, agradable o no, sin juicio ni culpa. Este aprendizaje es la base de la autoestima saludable.
Las conductas son las manifestaciones externas de los procesos cognitivos y emocionales que suceden al interno de la mente. Gracias a este eslabón es que podemos inferir los procesos internos de pensamientos-emociones que originan los sistemas de creencias, el autoconcepto y sus consecuencias en los niveles de autoestima.
Aun cuando las conductas son el indicador externo de los procesos internos, también es posible la modificación de los procesos cognitivos y emocionales del autoconcepto y la autoestima a partir de un cambio conductual, como lo ha comprobado Albert Ellis (Feeling Better, Staying Better: Profound Self-Help Therapy for your Emotions, 2001).
Juan es un bebé de 13 meses de edad. Sus piernas reciben la señal del cerebro de que puede caminar, gracias a la madurez neurológica lograda. Su mente no tiene grabaciones sobre esta novedad, por lo que no hay ninguna creencia en su sistema cognitivo. Los adultos que rodean al niño transmiten sus creencias sobre una nueva experiencia, dependiendo de su nivel de bienestar general. Si es bajo, le dirán: “¡cuidado! ¡Te vas a caer!” Cuando, por falta de entrenamiento, su memoria automática no ha registrado este circuito neurológico, el efecto evidente es la caída. Nuevamente, estos adultos intervendrán para decir: “¡Te lo dije!” Es el inicio del sistema de creencias no solo sobre la nueva experiencia de caminar, sino que puede generalizarse y convertirse en un sistema bloqueador de “no puedo…” Si este patrón de influencia paterna se repite, el sistema de creencias se convierte en un filtro permanente ante cualquier experiencia nueva.
Aquí vemos el esquema dinámico: hay un estímulo ambiental: impulso para caminar. Un sistema de creencias: en este caso, paterno, pues el niño a los 12 meses no tiene uno formado. Una emoción: miedo o frustración. Una conducta: parálisis, llanto. En tales condiciones, hay secreción de cortisol, que bloquea los procesos de integración sensorial y provocará mayor dificultad para realizar la tarea nueva, por lo que será más probable el error –fracaso- y esta conducta reforzará el circuito neurológico, propiciando mayor dificultad para posteriores posibilidades de experiencias exitosas. El autoconcepto del niño será coherente con este circuito y, por supuesto, su autoestima será baja, con sus manifestaciones conductuales de inseguridad, miedo, frustración.
La formación de un sistema de creencias impulsor sigue el mismo patrón que el sistema bloqueador, pero los mensajes cognitivos primarios serán de potencia y apertura a la curiosidad, no de miedo.
Laura es una niña de 12 años y está preparando un examen de matemáticas, su materia favorita. Más que miedo, experimenta entusiasmo porque los retos de esta asignatura le despiertan interés y curiosidad. Siente casi lo mismo que cuando juega una partida de tenis, su deporte preferido. Esta actitud favorece la producción de endorfinas y dopamina, principales factores de motivación cerebral que favorecen el adecuado funcionamiento del lóbulo frontal, sede del razonamiento, el juicio crítico y la toma de decisiones. Bajo la repetida influencia de estas moléculas, el sistema de creencias ante las matemáticas es impulsor y refuerza una autoestima alta para enfrentar con mayor probabilidad de éxito cualquier reto relacionado con las matemáticas.
El éxito en un área cognitiva funciona con el fenómeno de los “vasos comunicantes” hacia otras áreas del autoconcepto y la autoestima, pues seguramente Laura, alimentada por la sensación de éxito, podrá expandir el ego y reforzar su sensación de bienestar. En tales condiciones, las relaciones interpersonales tienden a ser más saludables, el almacén de resiliencia se incrementa para enfrentar futuras frustraciones y el sistema de creencias protector se robustece.
Este test es aplicable a partir de 4º de Primaria.
El test consta de 40 preguntas en sus dos niveles, Primaria y Secundaria/Bachillerato (Preparatoria).
Se contesta mediante escalas tipo Likert con 5 alternativas de respuesta.
La duración estimada para su realización es de aproximadamente 10 minutos.
Para la elaboración de baremos, se utilizó el criterio de estaninas (escala de 1 a 9) y divide los resultados en tres grupos: Alto (estaninas 7-9), Medio (4-6) y Bajo (1-3).
Para cada grupo se aportan sugerencias de intervención tanto en la familia como en la escuela.
El test se focaliza en 4 áreas que se consideran como los principales abastecedores o ingredientes del autoconcepto y la autoestima.
Concepto general de sí mismo
Autoevaluación de las competencias personales
Relaciones interpersonales
Gestión de las emociones
Me gusta como soy físicamente.
Me gusta mi forma de ser.
Soy una persona lista.
Me considero una persona merecedora de aprecio.
Me considero una persona que tiene éxito en lo que hace.
Soy una persona atractiva.
Soy feliz.
Sé en qué cosas soy bueno/a.
Soy una persona valiosa.
Me gustaría ser diferente a como soy.
Me siento satisfecho/a con mis resultados escolares.
Pienso que mis compañeros valoran algunas de mis cualidades.
Evito desanimarme cuando cometo errores o me equivoco.
Siento que soy un/a fracasado/a.
Me considero una persona habilidosa en alguna de estas actividades: deportivas, artísticas, culturales o sociales.
Cuando algo desagradable me pasa me recupero fácilmente.
Me considero capaz de conseguir todo lo que me propongo.
Me esfuerzo en las cosas que hago para acabarlas con éxito.
Soy bueno/a en muchas de las cosas que hago.
Me desanimo cuando las cosas no salen como a mí me gustaría
Pienso que mis amigos valoran mi amistad.
Pienso que mis padres están orgullosos de mí.
Tengo muchos amigos.
Me gusta cómo es mi familia.
Siento que mis profesores me aprecian.
Mi familia es lo mejor que tengo.
Me llevo bien con mis padres, aunque a veces me regañen.
Creo que soy una persona importante para mis amigos.
Me siento solo/a.
Mis padres están decepcionados conmigo.
Me dejo llevar por el enfado cuando las cosas no me salen como me gustaría
Tengo miedos o temores que no puedo controlar.
Siento tristeza y ganas de llorar sin saber porqué.
Cuando hay algún problema, en seguida pienso que ha sido culpa mía.
Siento que mi vida es aburrida.
La gente me dice que tengo mal carácter.
Encuentro diversión en las cosas que hago.
Sé que hacer para recuperarme cuando algo me hace sentir triste.
Afronto mis miedos aunque me cueste.
Aún cuando pierdo o las cosas me salen mal soy capaz de mantener el control.
Me siento satisfecho/a con mi aspecto físico.
Me gusta mi forma de ser.
Me considero una persona inteligente.
Me considero una persona digna de merecer aprecio.
Me considero una persona exitosa.
Me considero una persona atractiva.
En general, soy una persona feliz.
Soy conocedor/a de mis fortalezas y mis debilidades.
Me considero una persona valiosa.
Me gustaría ser diferente a como soy.
Me siento satisfecho/a con mi rendimiento académico.
Creo que algunos de mis compañeros admiran alguna de mis cualidades.
Cuando cometo errores, pienso que tengo una oportunidad para aprender de ellos.
Me siento un/a fracasado/a.
Me considero una persona habilidosa en alguna de estas actividades: deportivas, artísticas, culturales o sociales.
Cuando algo desagradable me pasa me recupero fácilmente.
Me considero capaz de conseguir todo lo que me propongo.
Me esfuerzo en las cosas que hago para acabarlas con éxito.
Me considero una persona con muchas habilidades.
Cuando las cosas no me salen como a mí me gustaría me siento un fracasado.
Siento que mis amigos valoran mi amistad.
Tengo el convencimiento de que mis padres están orgullosos de mí.
Me siento satisfecho/a con mis amistades.
Me gusta mi familia tal y como es.
Me siento apreciado/a por mis profesores
Mi familia es el principal pilar de mi vida.
Tengo una relación de confianza con mis padres.
Creo que soy una persona importante para mis amigos.
Me siento solo.
Siento que mis padres están decepcionados conmigo.
Me dejo llevar por el enfado/enojo cuando las cosas no me salen como me gustaría.
Tengo miedos que me hacen perder el control.
Siento tristeza y ganas de llorar, sin explicación.
La emoción de la culpa está presente en mi día a día.
Siento que mi vida es aburrida.
Los demás me dicen que tengo mal carácter.
Me siento motivado/a en las cosas que hago.
Sé que hacer para que la tristeza no me haga sufrir más de lo necesario.
Me esfuerzo por afrontar mis miedos y no dejar que me impidan hacer cosas buenas para mí.
Aún cuando pierdo o las cosas me salen mal soy capaz de mantener el control.
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